miércoles, 3 de marzo de 2010

Capítulo 3

~ 3 ~
El amor no obedece a nuestras esperanzas, su
misterio es puro y absoluto. - Los puentes de Madison




2 años después.
9 de Noviembre de 2007.


Gary aparcó su coche en uno de los huecos libres del aparcamiento del instituto. Abrió el maletero, sacó una mochila, se la cargó al hombro, y se dispuso a tomar el camino que llevaba a la puerta principal del instituto, pero algo lo detuvo: Samantha acababa de bajarse del coche. Una de las puertas traseras se abrió; salió un niño, de unos siete años, con el pelo castaño y liso. De pronto, vio cómo Samantha sacaba a alguien más del asiento de atrás: era una niña preciosa, rubia, probablemente tuviese unos dos años, quizá menos. Gary se apresuró en ir a abrirle la puerta del aparcamiento.
-Muchas gracias. -le agradeció ella-. ¿Qué se dice? -dijo esta vez, dirigiéndose a los niños.
-Buenos días. -dijo el niño, sonriéndole.
La pequeña le sonrió de un modo infinitamente dulce.
-¡Hola! -Gary miró a los niños, contento-. ¿Cómo es que te los has traído?
-Hoy es fiesta en el centro; la guardería y el colegio están cerrados. -Samantha caminó junto a Gary, con la niña en brazos-. Qué remedio.
-A mí me parece chachi, mamá. -intervino el niño, corriendo y saltando delante de ellos.
-¿Y tu marido? -preguntó Gary con curiosidad.
-Tiene reunión, y estos días está volviendo tarde. Pero bueno… un día es un día.
Todos entraron en la cafetería, donde se respiraba olor a café. Samantha se acercó a la barra y le pidió a la chica que atendía un par de bolsas de patatas.
-Esto para luego, ¿vale? -con el brazo que le quedaba libre, guardó las bolsas en su bolso.
Gary abrió la puerta del fondo de la cafetería, que conducía al pasillo de la sala de profesores, la secretaria, la sala de fotocopias y algunos despachos. Samantha y sus dos niños pasaron primero, Gary pasó justo después, cerrando la puerta tras de sí.
Todos entraron a la sala de profesores. Una mujer de poca estatura, con el pelo rojo oscuro por los hombros y vestida a la moda, se acercó a ellos.
-¡Buenos días! -saludó la mujer, alegremente.
-Hola, Carol. -Samantha y Gary le devolvieron el saludo al unísono.
-¿Son tus hijos? -preguntó, dirigiéndose a Samantha.
Ella asintió como respuesta, mirándoles con infinito cariño. Gary miró a su compañera de ojos azules, sonriente. Samantha siempre había significado mucho para él: era una gran amiga y compañera. Le gustaba verla feliz, aunque nunca había visto ese brillo en sus ojos, un brillo que denotaba ternura.

El día transcurrió muy rápido. Los niños se lo pasaron dibujando y jugando, unas veces en la biblioteca, otras en la cafetería, en un despacho, en el aula de dibujo… según las circunstancias.
Gary salió del baño y se dirigió a la sala de profesores; no había demasiada gente, pues ya era última hora y la mayoría se habrían ido ya a sus casas a comer. Entró, y se encontró a Samantha allí, junto a su hija, que estaba sentada al borde de la enorme mesa que ocupaba el centro de la estancia, llorando; el niño estaba sentado en una silla, cabizbajo. Gary se limitó a contemplar la escena en silencio.
-Mami… me ha hecho pupa… -le explicó la niña, entre lágrimas, acusando con el dedo a su hermano mayor.
Samantha se quedó mirando a su hijo con un gesto de desaprobación, y luego volvió la vista hacia su niña de nuevo.
-Ya le he regañado ¿vale, tesoro? A ver, ¿dónde te duele?
La niña se remangó una manga de su camiseta y le mostró el codo a su madre.
-¿Aquí? -le preguntó Samantha, tomando el brazo de su pequeña con cuidado.
-Si… -respondió la niña, entre hipidos.
Samantha besó su pequeño codo con dulzura, y luego la cogió en brazos, mientras sonreía.
-Ya verás cómo eso te cura, cariño.
De pronto, Samantha pegó un respingo; acababa de darse cuenta de la presencia de Gary. Él se había quedado absolutamente embobado, mirándola. No estaba acostumbrado a aquel comportamiento tan tierno y maternal de Samantha… Lo cierto es que, se habría quedado mirándola durante horas mientras sonreía de esa forma tan…
“Alto. ¿En qué estoy pensando?” -Gary sintió que se ruborizaba. Samantha apartó la mirada, nerviosa.
-Bueno… yo me voy a casa ya. -anunció ella, rompiendo aquel incómodo silencio-. ¿Necesitas que te acerque a algún sitio?
- No, tranquila. Hoy he traído el coche. -aclaró él.
Samantha le sonrió y salió de allí. Gary oyó cómo se cerraba la puerta tras él. ¿Qué es lo que le había ocurrido? Estaba totalmente ido… y no sabía por qué. O eso creía. Gary añoraba a su familia; echaba de menos jugar con sus hijos, reírse con ellos y tener a su mujer cerca. Pero todos ellos estaban viviendo lejos de dónde él vivía… Y todo porque su mujer necesitaba “pensar”. Ella quería que pidiese el traslado y él quería mudarse a la ciudad. No se ponían de acuerdo. Pero el caso es que… Samantha le había hecho recordar todo eso y más. Aunque Sam había despertado, no sólo el sentimiento paternal en él, sino otra sensación… ¿deseo, tal vez? Sam siempre le había parecido guapa, y eso que había mejorado con los años. Pero aquella vez había sido distinto… aquella sonrisa tan llena de cariño, había hecho mella en él.

-Nada, que no va. -volvió a quejarse Samantha, mientras retiraba las llaves del coche. Salió de él, y sacó a sus dos hijos.
Gary, que justamente acababa de salir del edificio, observó cómo Samantha y sus pequeños salían del coche.
Samantha iba a salir del instituto con intención de coger un autobús, cuando notó una mano en su hombro.
-¿Pasa algo? -le preguntó Gary.
-El coche se ha estropeado. No hay manera de que arranque.
-¿Te ibas a casa o a otro sitio?
-Pues verás, iba a comer en casa y luego a acercar a los niños a una fiesta de cumpleaños de un vecino. Han quedado para celebrarlo en un parque y tal… una merienda. Pero bueno, me cogeré el autobús y ya mañana veré qué hago.
Samantha hizo ademán de darse la vuelta y seguir su camino, cuando Gary la detuvo.
-Espera… ¿qué te parece si vamos a comer al bar de la esquina? Luego puedo acercaros al cumpleaños.
Samantha se lo pensó un momento, y finalmente aceptó.
-Sí, ¿por qué no? Gracias, espero que no te estemos estropeando tus planes.

Ya en el bar, Samantha pidió un par de sándwich para los niños, y dos hamburguesas completas para ellos dos. Minutos después, llegó el camarero con la comida para los cuatro.
-¿Quieren algo más?
-No, así está bien. -le respondió Samantha con amabilidad.
Gary tomó la hamburguesa entre sus manos y se la llevó a la boca. Mientras masticaba, se quedó mirando a Samantha, que partía en porciones muy pequeñas el sándwich de su pequeña. Cuando terminó de trocearlo, le llevó una pinchada a la boca. Aprovechó ese momento para empezar a comerse su hamburguesa.
-Siento que tengas que molestarte, Gary. -dijo Samantha mientras llevaba una segunda porción a la boca de su hija.
-No es molestia, de veras.
Ver comer aquella hamburguesa a Samantha era de lo más curioso. Trataba de dar pequeños mordiscos cuando él miraba y, en cuanto se distraía un segundo, ella aprovechaba para dar un bocado más grande. Esto lo sabía él, porque se había fijado en el tamaño de la mordida, que aumentaba en cuanto apartaba la mirada.
Cuando al fin terminaron los cuatro de comer, Gary pidió un par de cafés de postre.
Sin saber por qué, Gary observó cada movimiento de Samantha, atento. Cómo echaba sólo la mitad del sobre de café pero sí el sobre entero de azúcar, la cuchara removiendo la leche, con rapidez, los restos que dejó ésta sobre el pequeño plato donde reposaba la taza de café… La taza tomando contacto con sus labios; su lengua, que pasó por ellos para quitarse los restos del café…
-¿Gary? -Samantha se le quedó mirando, extrañada.
Aquello le hizo volver en sí. Ni siquiera se había preparado su café. La leche seguía blanca, intacta.
-Perdona, ¿qué? -inmediatamente empezó a preparárselo.
-¿Te preocupa algo?
-No, no, tranquila.
Un pensamiento cruzó su mente, fugaz:
“Me gustaría ser esa taza”.

Por fin, salieron de allí y se dirigieron al coche de Gary. Afortunadamente, éste tenía una silla para niños instalada en el coche, así que no hizo falta que Sam regresase al suyo para poder sentar correctamente a su hija.
Samantha le fue indicando el camino hasta el parque. Cuando llegaron, se dieron cuenta de que aún no había nadie; habían llegado demasiado pronto.
Aún así, bajaron del coche y dejaron a los niños jugando. Ellos dos se sentaron en un banco.
-No hace falta que te quedes. Si tienes algo que hacer… -Sam parecía incómoda. No le gustaba ser una carga para nadie.
-No se me ocurre una manera mejor de pasar el tiempo. -soltó él, sin pensar.
“¿Qué he dicho?”
Samantha sonrió. Al menos parecía complacida.
-Qué bonito. -dijo-. Mi marido no me dice esas cosas, ¿eh?
Gary tuvo que hacer un enorme esfuerzo por no soltarle “menudo imbécil”. ¿Qué le estaba pasando?
-¡Víctor, ten cuidado con tu hermana! -gritó Samantha, volviéndose hacia sus hijos-. A esta edad son unos brutos…
La niña empezó a llorar tras tropezarse en la arena del parque. Sam se disculpó un momento y fue a grandes zancadas a calmar a su pequeña.
A Gary se le caía la baba, literalmente. Su compañera estaba agachada, frente a su niña, limpiándole las lágrimas con los pulgares, mientras acariciaba así su preciosa carita para reconfortarla. Víctor se había bajado del columpio y observaba a su madre desde una distancia prudente. Él no tenía la culpa, pero supuso que su madre así lo creería.
-Sigue jugando mientras, cariño. -le dijo a su hijo-. No pasa nada, ahora vuelvo a traerte a Sarah.
Volvió con él con su hija en brazos, ya más tranquila.
-Oye, Gary, ¿te importaría cogerla un momento?
Este cogió a Sarah y la niña le miró, un tanto extrañada.
-Qué niña más guapa, madre mía. -admiró él, haciendo sonreír a la pequeña-. Seguro que ya estás mejor, ¡mira qué fuerte! -Gary tocó uno de sus pequeños y suaves bracitos.
Samantha se lo quedó mirando, risueña. La niña también sonreía, aunque tímidamente.
-Tienes que ser un padre estupendo.
-A los niños les parezco divertido. -admitió.
-¿Sólo a los niños? -río Sam.
Estuvieron un rato charlando sobre el trabajo, hasta que empezaron a aparecer más madres acompañadas de sus hijos. Samantha se acercó a ellas para saludarlas, y después se volvió hacia Gary.
-Me voy ya. -anunció él, sintiendo que sobraba-. ¿Quieres que después te recoja?
-No es necesario. Ya llamaré a Edmond para que venga él. De todas formas, muchísimas gracias. -Samantha volvió a sonreírle, agradecida. A Gary se le cayó el mundo a los pies-. Hasta el lunes.
Gary se alejó y, cuando se montó en el coche, se quedó mirándola. No se explicaba cómo había podido sentir todo aquello bullendo dentro de él tan sólo por una mirada y una sonrisa de una mujer a la que conocía desde hacía años. Sólo por verla tratar a sus hijos con extremada dulzura… ¿De verdad había empezado a sentir algo por ella al conocer aquella faceta suya que hasta el momento desconocía?
Con el paso del tiempo, descubrió que sí.


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